El destino ha sido caprichoso con La jauría: si bien llegaba a las salas con el triple aval de los premios a la Mejor película y Mejor guión en la Semana de la crítica de Cannes y la nominación a Mejor película iberoamericana en los Premios Goya, en su estreno ha ido a coincidir con el fenómeno Barbenheimer. Competir con las armas de Gerwig y Nolan es complicado; pero, como dice Eliú, el protagonista de la peli que nos ocupa, en La jauría “las cosas son diferentes”: no encontraremos estrellas del celuloide ni efectos especiales apabullantes, y sin embargo, el filme tiene muchas virtudes que hacen que valga la pena verlo.
En su primera película, el colombiano Andrés Ramírez Pulido se rodea de actores no profesionales (excelente cásting y dirección de actores) para tratar la cuestión del legado de la historia reciente de su país: cómo el pasado de violencia puede marcar y decantar la vida de las generaciones presentes y futuras. Así, la figura paterna tiene un gran peso en esta cinta: tanto Eliú como el líder del presidio han tenido una relación traumática con sus respectivos padres, y solo mentarlos saca lo peor de ellos porque ahonda en unas heridas todavía abiertas. Pero, ¿cómo afrontar este pasado? ¿Se puede matar al padre? ¿Sirve de algo?
La acción de La jauría se desarrolla en una especie de purgatorio: un centro de internamiento perdido en mitad de la selva en el que un comprensivo líder trata de encauzar a unos jóvenes delincuentes siguiendo un método experimental de trabajo y meditación. Es un limbo en todos los sentidos, y la cuidada y bellísima fotografía potencia esta sensación de extrañeza y desorientación en medio de la inmensidad con sus planos largos - la jungla como un personaje más de la película.
Martín Caparrós tomaba prestada de Claude Lanzmann la cita de un Sonderkommando -los judíos que colaboraban en las tareas de exterminio en los campos de concentración para asegurar su supervivencia-: La verdad que se quiere vivir a toda costa, se quiere vivir porque uno vive… porque el mundo entero vive. Porque solo la vida existe. Eliú, el Mono y el resto de presos quieren vivir a toda costa, pese a las crueles biografías que arrastran y les lastran y de las que no tienen culpa, pese a las faltas de las que son culpables pero de las que podrían redimirse.
Ernesto Gómez.