En casa de Cáit, allí donde malviven sus padres, sus hermanas y toneladas de hambruna, las paredes lloran. 

Un permanente quejido, un ay, un lamento rompe el silencio en el que la niña de mirada azul se pierde sin intención de volver. El silencio como refugio, protección y aislamiento. El silencio como expresión del miedo, la vergüenza, las dudas y la serenidad que otorga el no esperar nada.   

The quiet girl habla de la maternidad, la paternidad y del dolor de dejar de serlo, de las casas que no siempre son hogares y de cuánto amor desinteresado puede caber en la pérdida. 

Colm Bairéad, director de este drama ambientado en la Irlanda rural de 1981, mueve la cámara de tal manera que atrapa cada grieta, cada mirada y cada rayo de luz que se abre entre Cáit y su nueva familia. Un verano capaz de cambiar la textura de sus vidas. 

Una película confeccionada a base de detalles —una galleta, un colchón húmedo, un cronómetro o una mano delicada y consciente que abrocha un botón— para demostrar que la herida de una existencia miserable, invisible y transparente puede sanar a base de amor, mimo, atención, cuidados e intención. 

Más que una película, un milagro. 

Más que un grito, un susurro rotundo y delicado. 

Marta Pérez.