Rocío, la más grande, ya nos avisó de que el amor, si se usaba mucho y mal, acababa por romperse. Quizás debería haber extendido su labor como profeta y avisarnos de que, a veces, la amistad también lo hace. Y cuando eso pasa, cuando se acaba de una manera abrupta y sin retorno, duele. Duele mucho, duele tanto como si nos amputaran un miembro que siempre ha estado ahí, sin cuestionar su propia existencia. 

I don’t like you no more.

Con esa frase –y toda la frialdad que cabe en ella— Colm avisa a Pádraic de que su amistad ha acabado, que no hay vuelta atrás, que en esa isla en la que la vida se apaga, se atora, se enquista, no quiere dedicar ni un segundo más al aburrimiento, a la nada, a la asfixia. 

Y, como esas rupturas que te pillan con la alianza comprada, los planes a largo plazo hechos y el nombre de los niños pensado, Pádriac no se resigna a no recuperar su antigua vida bañada por la costumbre, el tedio y la cotidianidad.  

Almas en pena en Inisherin es tan buena que vaticino que todos acabaremos por aprendernos su nombre. 

Una tragedia inteligentísima de ritmo perfecto y que coquetea constantemente la carcajada. Una reflexión sobre el tiempo que se escapa, la soledad y la guerra, la frustración y lo peligrosamente cerca que está el amor de la indiferencia, que duele bastante más que el odio. 

Una comedia negra como el carbón que cabe en tres calles y una taberna y que es capaz de encumbrar a todos y cada uno de sus actores. Aunque es necesario mencionar que a Colin Farrell y a Brendan Gleeson no les sobra un gesto, una mirada, una palabra ni un silencio. 

Un maravillo ejemplo sobre lo bien maravillosamente bien que casan el sarcasmo y el humor. 

Como diría mi querido y siempre ponderado Noel Ceballos, es una película que no podría recomendarte con más fuerza.

Marta Pérez.